Todo el mundo (al que le interesa, se entiende) sabe que Barcelona es una ciudad en constante efervescencia cultural. Cultura espectacular y vistosa para una sociedad espectacular y vistosa en la que viven personas espectaculares y vistoras. Galerías, museos, centros culturales, y festivales de muy distinta índole salpimientan la cotidianeidad de las personas curiosas. Eso está pero que muy bien. Mucha oferta.
Warhol agarró la cara de Marilyn y la repitió varias veces en un mismo lienzo. De tanto ver su semblante, parece que la imágen se tornó en algo puro, plástico, carente de sentido. El mediador, el mensajero entre la imágen y el espectador absorvió el espíritu. Más o menos eso es lo que creo que pasa en Barcelona (visto de forma general). Mucha oferta, de todo. Parece que cuando uno tiene mucho de cualquier cosa deja de valorarlo, precisamente, porque tiene de sobras.
Recuerdo ir a la Fnac, ese megastore de la cultura y no entretenerme a mirar los títulos de los libros por lo abundantes que eran. Hileras e hileras de estantes, altos y bajos, escondían palabras que no serían leídas más que por aquéllos que por alguna razón andaban buscándolas. Cultura al alcance de la mano.
No puedo negar que a veces disfrutaba yendo ahí a la caza de la oferta musical. Tampoco puedo negar que disfruto mucho más paseándome entre los libros de las librerías montevideanas. Sí, librerías, no megastores. Librerías en las que el librero es el dueño y señor del continente y el contenido, a menos que, a cambio de una suma equis, el potencial lector se lleve una pequeña parte consigo. Libreros que cuando compras, aunque no hayas consultado algo, te digan que te llevas un buen libro. Libreros que te preguntan, te sugieren, y te invitan a volver. Y no a comprar sino a conversar. Libreros que aman la palabra y a su vez a quienes las aman. Libreros que hacen de sus espacios lugares de congregación. Y no sólo ellos, los quiosqueros o los de la parada ambulante, sentados escondiendo sus narices entre páginas amarillentas. Y justo al lado, siete u ocho personas mirando como dos se baten en duelo sobre el tablero bicolor del ajedrez.
La primera es una cultura planificada, la otra, espontánea. La primera, más bien racionalizada, la segunda de corazón. Sé que muchos odian el pensamiento duál. Y también, pero sirve para resaltar las diferencias, que aunque no sean tan abismales, requieren de estratagemas estéticas para ser esclarecidas.
En Montevideo la cultura está en la calle y en las personas. En Barcelona, más bien en las instituciones, cuando no en el parné.
Si no me creen, hagan ustedes mismos la comparación.